Después de caminar durante tres días por una carretera bajo el sol abrasador en el sur de México, un par de miles de migrantes decidieron descansar el martes y aprovecharon para recibir atención médica en las ampollas de los pies, lavar su ropa en el río y dormitar bajo cualquier sombra que pudieran encontrar en el municipio de Huixtla, en el estado de Chiapas.
Nitza Maldonado y Omar Rodríguez se acostaron sobre la acera junto a una iglesia con su hijo de 6 años. La familia, originaria de Honduras, le había pagado a un traficante 12.000 dólares el año pasado para llegar a Estados Unidos, pero fueron detenidos en Texas y posteriormente deportados.
Debido a la pandemia de coronavirus, perdieron sus trabajos en su país natal —ella como asistente en un bufete de abogados y él como empleado de una lavandería. En Honduras, se enfrentaban al desempleo y a las deudas como resultado de su fallido intento por emigrar, así que decidieron partir nuevamente, pero esta vez por su cuenta.
Durmiendo en el suelo y a veces comiendo una sola vez al día, decidieron que ante la posibilidad de ser maltratados o deportados por las autoridades mexicanas, lo mejor era unirse a un gran contingente en su avance hacia el norte de México.
Han pasado años desde que las autoridades mexicanas no permitían que un grupo tan numeroso de migrantes saliera a pie del estado de Chiapas, limítrofe con Guatemala. Intentos recientes de menor tamaños fueron disueltos, en ocasiones con un uso excesivo de la fuerza, por elementos de la Guardia Nacional y de los agentes de inmigración.
El martes, aún no había indicios de que las autoridades mexicanas intentarían detener al grupo. La caravana, que incluye a cientos de niños, ha avanzado lentamente, recorriendo apenas 41 kilómetros (25 millas) en tres días.